viernes, 21 de septiembre de 2012


¿IRONÍA?
Ahí estoy yo, en una de esas grandes cafeterías que intentan recordar a los inmensos salones de té turcos y marroquíes de otro tiempo. Una gran estancia llena de mesitas bajas, redondas y cuadradas alternándose, cada una con cuatro sillas. Cuando llego al lugar me encuentro con prácticamente todas ellas vacías, así que elijo una, esquinada, al fondo del local, y tomo asiento. En el centro del salón se erige una espectacular y portentosa barra decorada con un artesonado que pretende parecer clásico.
Después de un rato ensimismado en la lectura de ‘Crimen y castigo’, levanto la vista y mis ojos se encuentran con los de un tipo que acaba de entrar; un hombre de unos cuarenta y pico años, canoso y ralo, más bien delgado que escruta con mirada insegura el lugar buscando –imagino- un sitio donde sentarse a tomar un café o un tinto de verano o un orujo de hierbas. Vacilante, casi sin mirar hacia ella, sus pies le llevan hasta la barra, donde la mayoría de los clientes, unos veinte, se encuentran. Lanzo una rápida ojeada al mar de mesas que se extiende ante mí; dieciséis en total, apenas tres ocupadas, incluida la mía, por otras tantas personas.
Este tipo de cosas, a veces, me lleva a pensar en cuestiones que no tienen nada, absolutamente nada, que ver con la causa primera de mi reflexión. En esta ocasión en concreto me veo a mi mismo, en la piscina, compartiendo la misma calle con mi esposa; ella se cruza conmigo y me sonríe debajo del agua mientras, fuera, todo el mundo nos observa como si se preguntase qué demonios hacemos ambos en una única calle cuando hemos tenido que pagar por dos.

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