EL
CAMINO DEL ESCRITOR
(o LA
FUERZA DE UN DESEO)
Algo que tengo claro, cada día más, es
que carezco del don de la creatividad que caracterizó y caracteriza a algunos
de mis más admirados escritores. Yo no puedo parir libros tan geniales como ‘el
bebedor’ a la velocidad y en las condiciones en que lo hizo Hans Fallada, ni
puedo jugar con tantas variables como solía hacer –y lo hacía con maestría-
Asimov, ni ahondar tanto en la psique humana como Tolstoi o mi adorado
Dostoyevski. Yo soy incapaz de alcanzar cotas tan elevadas como aquellas en las
que suele moverse con tanta soltura el señor Auster.
yo, en cambio, no puedo dejar de
escribir en estos cuadernos míos que siempre me acompañan. Lo mío es
registrarlo todo, como si fuese un historiador aficionado o un aprendiz de
periodista que aún no ha descubierto cómo separar el oro de toda la gravilla del río; y después, a pelear con todo ello.
Recuerdo cierta ocasión en que mi
abuela, tras leer algunos pasajes de uno de mis escritos, rompió a llorar
mientras me preguntaba cuanto tiempo había invertido en la elaboración de aquel
relato. Al responderle que casi un año, ella, emocionada, me dijo: “escribe
hijo, escribe; no hagas otra cosa que no sea escribir”. Sin duda alguna, si algún
día consigo escribir una obra que consiga pasar a engrosar los anales de la historia
de la literatura, el mío será un ‘premio a la constancia’.
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