lunes, 5 de noviembre de 2012


        “De vez en cuando uno se cansa. Entonces te callas y escuchas, prestando o no atención, con la mente en blanco o con un tumulto de ideas golpeándose dentro de las paredes de tu cráneo. A veces, no queda otra opción”; después de decirme esto, se giró sobre si mismo y, sin apartar la vista del ventanal, se dejó caer muy lentamente sobre la butaca. Allí permaneció el resto de la tarde, observando –y aún así puede que no viendo- las carreras de las gentes de su ciudad que, a pesar de desplazarse a gran velocidad, huyendo de la lluvia, camino de importantísimas cuestiones, conseguían evitar el contacto con otros cuerpos tan pesados como los suyos, como si el resto de congéneres no fuesen más que obstáculos que sortear en el camino de sus vidas.
        Hacia las doce de la noche decidí ponerme en camino; así que me levanté de mi asiento intentando hacer algo de ruido con el que atraer su atención, me acerqué a él e, informándole de que debía continuar con mi viaje,  le pregunté si necesitaría algo. No hubo respuesta, ni tan siquiera una mirada.
        Después de esto recibí un par de cartas. La primera fechada del día siguiente a mi última visita; en ella la enfermera jefe me informaba de su más que notoria desmejora. En la segunda, que me enviaron desde la unidad de larga estancia un par de meses más tarde, un tal Toni, enfermero personal suyo al parecer, me dedicaba unas cuantas líneas animándome a visitarle tan pronto como me fuese posible, siempre en aras de su recuperación, su mejoría, su felicidad.
        Durante lo siguientes tres años no pronunció palabra alguna, apenas comía, apenas dormía; se pasaba en torno a veintidós horas al día sentado frente a la ventana, mirando a través de ella, en silencio y muy quieto. Jamás nadie llegó a ver algún cambio en su rostro, ahora carente de expresión o emoción. Yo, por mi parte, solía pensar más en otra época; los días felices en que charlábamos y nos acalorábamos debatiendo sobre cualquier trivialidad mientras vaciábamos botellas de vino. Recuerdo sólo una ocasión en que no pude evitar pensar en aquella última carta que me enviaron desde el hospital; pensé que el pobre estaba rodeado de estúpidos que no tenían ningún interés por entenderle, por estar con él de verdad, sino que se empeñaban en ‘rescatarle’, traerle de vuelta a la ‘cordura’ y recibirle con los brazos abiertos dándole la bienvenida al reglado y estructurado reino de lo ordinario. “Nos complace tenerle de vuelta”; a menudo, imaginaba estas palabras en boca de algún celador.
        Un buen día, exactamente tres años, dos meses y tres días después de que oyese su voz por última vez, recibí una llamada telefónica del coordinador general de la fundación; acababa de morir, en el transcurso de la noche, mientras miraba a través de la ventana, a oscuras y sonriendo.

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