“De vez en cuando uno se cansa. Entonces
te callas y escuchas, prestando o no atención, con la mente en blanco o con un
tumulto de ideas golpeándose dentro de las paredes de tu cráneo. A veces, no
queda otra opción”; después de decirme esto, se giró sobre si mismo y, sin
apartar la vista del ventanal, se dejó caer muy lentamente sobre la butaca.
Allí permaneció el resto de la tarde, observando –y aún así puede que no
viendo- las carreras de las gentes de su ciudad que, a pesar de desplazarse a
gran velocidad, huyendo de la lluvia, camino de importantísimas cuestiones,
conseguían evitar el contacto con otros cuerpos tan pesados como los suyos,
como si el resto de congéneres no fuesen más que obstáculos que sortear en el
camino de sus vidas.
Hacia las doce de la noche decidí
ponerme en camino; así que me levanté de mi asiento intentando hacer algo de
ruido con el que atraer su atención, me acerqué a él e, informándole de que
debía continuar con mi viaje, le
pregunté si necesitaría algo. No hubo respuesta, ni tan siquiera una mirada.
Después de esto recibí un par de cartas.
La primera fechada del día siguiente a mi última visita; en ella la enfermera
jefe me informaba de su más que notoria desmejora. En la segunda, que me
enviaron desde la unidad de larga estancia un par de meses más tarde, un tal
Toni, enfermero personal suyo al parecer, me dedicaba unas cuantas líneas
animándome a visitarle tan pronto como me fuese posible, siempre en aras de su
recuperación, su mejoría, su felicidad.
Durante lo siguientes tres años no
pronunció palabra alguna, apenas comía, apenas dormía; se pasaba en torno a
veintidós horas al día sentado frente a la ventana, mirando a través de ella,
en silencio y muy quieto. Jamás nadie llegó a ver algún cambio en su rostro,
ahora carente de expresión o emoción. Yo, por mi parte, solía pensar más en
otra época; los días felices en que charlábamos y nos acalorábamos debatiendo
sobre cualquier trivialidad mientras vaciábamos botellas de vino. Recuerdo sólo
una ocasión en que no pude evitar pensar en aquella última carta que me
enviaron desde el hospital; pensé que el pobre estaba rodeado de estúpidos que
no tenían ningún interés por entenderle, por estar con él de verdad, sino que
se empeñaban en ‘rescatarle’, traerle de vuelta a la ‘cordura’ y recibirle con
los brazos abiertos dándole la bienvenida al reglado y estructurado reino de lo
ordinario. “Nos complace tenerle de vuelta”; a menudo, imaginaba estas palabras
en boca de algún celador.
Un buen día, exactamente tres años, dos
meses y tres días después de que oyese su voz por última vez, recibí una
llamada telefónica del coordinador general de la fundación; acababa de morir,
en el transcurso de la noche, mientras miraba a través de la ventana, a oscuras
y sonriendo.
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