lunes, 24 de junio de 2013

     El teléfono ha estado sonando toda la tarde; bueno, en rigor, lo ha hecho doce veces, entre las tres y cuarto y las ocho y media, lo que, en mi opinión, es más que suficiente para decir que ha sonado durante toda la tarde. ¡Doce veces en poco más de cinco horas! Después lo he desconectado de la toma de red. Por lo que yo sé, podría haber seguido así, dando la lata hasta el día del Juicio Final; no he querido arriesgarme a comprobarlo.
     De las doce llamadas una ha sido de mi madre, dos de un par de clientes que necesitaban que les confirmase unos datos y nueve, NUEVE, han sido realizadas por contestadores automáticos propiedad de dos compañías telefónicas. Lo hacen así; un ordenador marca aleatoriamente un número extraído de una base de datos, si nadie descuelga antes de que finalice un ciclo de tonos, o contesta pero cuelga tan pronto como comprueba que se trata de uno de esos contestadores, el artefacto insiste una y otra vez hasta que alguien responde y espera pacientemente. Entonces el ordenador le cede el turno a un operador humano que, normalmente, se encuentra a varios miles de kilómetros de la persona que espera al otro lado de la línea, en un uso horario distinto; así que mientras tú descuelgas el teléfono después de una jornada de trabajo intensa, cansado y deprimido, tu interlocutor acaba de comenzar la suya, lleno de vitalidad, energía y ganas de 'convencer'.
     Las nueve llamadas han comenzado de la misma forma, todas ellas; un operador que, en todos los casos, decía llamarse Jose Algo -Francisco, Manuel, Antonio, José-, preguntando por el encargado de telecomunicaciones para poder presentarle las últimas y ventajosas novedades de su compañía que, sin posibilidad de duda, supondrían una clara mejora de las condiciones que actualmente uno tenga contratadas con el operador de comunicaciones que sea -aunque éste pueda ser el mismo al que él representa-.
     Ante todas las llamadas me excuso tan pronto como el tele-operador de turno me lo permite, le explico que hace unos días he renovado todos los servicios de telecomunicaciones con la empresa con que los he tenido contratados durante los últimos tres años -algo que, además, resulta ser cierto y no la excusa cotidiana-.
     Dos de las nueve llamadas terminan ahí, los operadores me agradecen mi tiempo y se despiden con educación; las otras siete no. Vuelven a la carga, intentando convencerme de un presumible error monumental, insinuando que les he mentido o incluso -esto ha sido la gota que ha colmado un vaso que llevaba un buen rato a punto de desbordarse, el de mi paciencia-, retándome  a demostrarle al último fiel empleado de cierta corporación nacional de cuyo nombre no quiero acordarme, que efectivamente, acababa de renovar mi permanencia con otra firma hacía escasos dos días. Y entonces, tras colgarle el teléfono sin educación ni remordimiento alguno por mi parte, he decidido arrancar el cable de la toma de red.
     Ahora me estoy tomando una cerveza bien fría, han pasado diecisiete minutos desde mi decisión y, sinceramente, me siento muy bien; puede que no vuelva a 'conectarme' nunca más.

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