DE CONSEJOS Y DECISIONES DESACONSEJABLES
El mejor consejo posible..., me preguntó
cuál era mi opinión, un consejo -daba igual si bueno o malo- me pidió.
Mientras yo buscaba en mi cabeza, en la
televisión de algún bar de carretera daban la noticia: Bélgica concede la
eutanasia a un preso que afirma sentirse incapaz de reinsertarse. Recuerdo que
lo primero que pensé al oírlo fue: "vaya, un buen tipo sin duda",
nada de "hay que joderse con el cabrón de... ¿asesino, ladrón, estafador,
violador, traficante?". Soy incapaz de ser mejor persona, lo único que
puedo hacer por la sociedad es desaparecer; puf, y desaparecer sin hacer
demasiado ruido. Buenas noches y hasta mañana. ¿Hasta mañana?, no, adiós. Y ya
está, un último acto de humanidad y caridad condenado por la dictadura de la
moral; a Dios, dicen, no le gusta nada tu idea. ¿Estáis seguros? Por si acaso mejor
me callo, para siempre, a poder ser.
Yo seguía pensando y buscando y estrujándome
los sesos para responder algo adecuado a sus expectativas. En algún lugar del mundo,
mientras tanto, alguien debía estar arreglándose el bigote, alguien estaría
meando o incluso cagando, alguien reiría y alguien lloraría, alguien bebería
café y otro alguien se clavaría en dos tragos una copa de whiskey 'on the
rocks'. El mundo es así; gira y gira sin pararse a ver cómo se contonea el
último cometa en atravesar la galaxia, jamás esperará a que te decidas, así que
hazlo o no, pero ya.
El mejor consejo... No leas a Diderot,
aunque sólo se trate de una de sus graciosas novelas y no de un ensayo -ligero
por otra parte-, podrías ser acusado de pretencioso filósofo en ciernes.
Tampoco está bien visto pasearse por la calle con ejemplares de Unamuno,
Dostoyevski o Palacio Valdés, no hablemos de Thoreau o Rousseau. En cambio no
está tan mal considerado que te vean coqueteando con Hemingway -palabra clave
'tan'- a pesar de que el bonachón amigo americano no parase de flirtear con la
muerte hasta que, el que la sigue la consigue, dio en la diana.
Después de tres o cuatro horas, o quince o
veinte días, o varios meses, años quizá -ya había perdido el control sobre los
conceptos espaciotemporales básicos con tanto devaneo mental-, caí en la cuenta
de que apenas recordaba qué me había llevado a tal punto. Pensé en cáncanas
negras y regordetas danzando alrededor de paellas descomunales y botellas de
vino, recordé una docena de conversaciones al borde de una piscina en la única
sierra a la que, en mi opinión, le viene bien tal nombre. Pero nada, porque...
un momento, un momento; sí, ya estaba. Yo tenía un periódico underground -algo
muy parecido a lo que ahora llaman blog, pero de papel-, el problema -y digo
'el' porque sólo había uno, pero tan grande que tiraba por tierra las
numerosísimas cosas buenas que me aportaba-, el problema era que yo disfrutaba
una barbaridad escribiendo los bocetos que más tarde conformarían los artículos
que en él -el periódico underground- aparecerían, cosa que hacía en cuadernos
de cartoné e imitaciones de moleskine, pero me resultaba un auténtico y
soberano coñazo transcribir todo aquello para hacerlo público. Así que después
de tres intentos de suicidio frustrados antes aún de terminar de ser planeados,
y tras beberme en una noche dos botellas y media de un rioja de lo más
sencillito, terminé por prenderle fuego a todo -papel, cuadernos, bolígrafos,
máquinas de escribir, impresoras, fotocopiadoras, teclados monitores y torres
de ordenador en general- y me olvidé, de una vez por todas, de volver a
escribir -hecho que, por otra parte, no pocos recibieron con júbilo y
gratitud-.
Después pasaron los años y, un buen día,
alguien me preguntó. El mejor consejo que puedo dar es que nunca, bajo ningún
concepto, des un solo consejo a nadie, por mucho que te imploren por él -da
igual, por supuesto, lo acuciante que pueda ser recibirlo-, jamás. De lo
contrario, amigo mío, te auguro rencores y odios perennes y falsamente
intermitentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario