Hacía tiempo que no tenía la oportunidad de
salir a correr tranquilo, con tiempo suficiente -el necesario, al menos, para
disfrutar del paseo-.
Llovía, con violencia, como si un nuevo
diluvio bíblico se hubiese desencadenado y el fin de las especies comenzase por
su ciudad. Habría podido ir a la piscina, a nadar con ahínco o, sencillamente, sumergirse bajo el agua tibia
y dejar que las Leyes de Arquímedes hicieran su trabajo; pero no era lo mismo,
nunca lo ha sido. Nadar es sano, relajante, estimulante, pero... Calzarse un
par de zapatillas de chillones colores y salir a correr es más, mucho más que
practicar un deporte, el atletismo; correr, para él, es el último ejercicio de
libertad válido en estos días, le acerca a Dios y la naturaleza, le ayuda a
aclararse, a re-sintonizar tras poner el contador a cero, le trae recuerdos de
sus padres en otro tiempo -uno en el que todos ellos habían sido felices, los
tres, a la vez-, despierta en su interior un profundo sentimiento de amor hacia
ellos, sus padres, hacia su esposa y su hija, hacia todos y cada uno de los
habitantes del planeta. Le hace sonreír, de verdad, sintiendo la felicidad que
siempre debería experimentar quien sonríe.
Así que salió a correr; a pesar de la copiosa
lluvia, de la densa niebla que impedía ver más allá de los próximos doce o
quince metros, a pesar de los profundos baches convertidos en peligrosos
charcos y de los ríos que corrían por las empinadas calles, a pesar de todas
las miradas que, desde el calor y la comodidad de apartamentos con calefacción,
se asomaban a las ventanas para verle y
soltar una risotada. A pesar de todo ello, salió a correr, y su sudor se confundió
con la humedad de la niebla y las pesadas gotas de lluvia.
Llovía, con violencia, tanta que nadie
alcanzó a ver que, bajo la visera de su vieja gorra blanca, no podía dejar de
sonreír.
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