Una caja, negra, brillante; una caja de...
no, más bien un cajón: cuarenta centímetros de largo por treinta de ancho y
otros treinta de alto. Algo así como una impresora de las de antes, un
armatoste en toda regla; de madera, no cartón: robustez efímera, transigente
con la insistencia. La pintura es de un tono tan negro y brillante que no
acepta adjetivo; no es noche de luna nueva ni azabache, no es petróleo o
muerte, ni futuro incierto ni pasado borrado. Sencillamente es negra, tanto que
nadie puede ver que es de madera; sólo si alguien se atreviese a tocarla, a
acariciar su superficie y recorrer sus imperfecciones y astillas, podría
identificar el material del que está hecha. Pero para eso alguien, ese alguien
en el que tú y yo estamos pensando en este momento, debería atreverse a estirar
el brazo y extender su mano sobre ella; y eso, ambos lo sabemos, no va a pasar.
¿Por qué? Porque todo el mundo tiene miedo; hay quien teme la oscuridad, la
noche perpetua, hay quien teme la llegada de la luz al final del túnel o al
comienzo de la jornada. Por encima de todo, las personas, tú y yo y esa persona
en la que ambos estamos pensando, temen, tememos que los demás sepan de aquello
que nos aterra. Y esa caja negra, llena de posibilidades terroríficas, podría
encerrar, precisamente, aquello que más teme la persona que tenemos en mente; y
eso resulta francamente difícil de gestionar: cómo...
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